Las lágrimas y los sollozos silenciosos empañaban los cristales de sus gafas, sintiéndose impotente ante los actos que estaban ocurriendo en el lugar dónde nunca se imaginaría un acto de tan soberbio dolor para la sociedad: el salón de su casa. Su vida había transcurrido antes del matrimonio tranquila, limpia e impoluta de todo dolor, solamente alegrías habían poblado su cara. Ahora, toda su mirada, fría, penetrante, lúgubre, estaba fija en un punto; intentando ahondar en la oscuridad del salón, buscando en ese punto la razón de su pesar, de su dolor; o quizás buscando un lugar donde poder llorar en paz, sin que nadie le diga que tiene que hacer.
Observaba en su memoria su piel, limpia, blanca, y ahora la observaba amoratada, incluso con cicatrices de anteriores heridas, “caídas por las escaleras”, se excusaba cuando le preguntaban. Su cara, de una mujer bastante bella, había quedado desvencijada por los golpes, los arañazos, los puñetazos, los cortes...
Su libertar había quedado encerrada en una jaula de cristal, fácil de romper, pero difícil de tomar el impulso para ello…
No salía a la calle desde hace meses, no quería que nadie la viera así. La insistencia de sus amigos, preocupados por ella, terminaron en un sonoro “no quiero saber nada de vosotros nunca más”, aunque en su interior se quebrara su corazón en mil pedazos. Su familia, más de lo mismo, los echó de su vida, (aunque ella se negara), entre sollozos y lágrimas.
No se atrevía a seguir viviendo, incluso pensaba en alcanzar el cuchillo de la cocina y acabar con su vida. O quizás, incluso se le pasaría pero la cabeza acabar con la vida de quien está acabando poco a poco con la suya…pero, no llega a más que un mero pensamiento, una idea sin fundamento para ella.
Estuvo tres horas tirada en el salón, oyendo el tic-tac, que parecía más el lúgubre repiqueteo de un tambor en la marcha de un entierro, que el sonar de un reloj. Su llanto estrangulaba su garganta, y la respiración entrecortada intentaban dejar paso a una tranquilidad artificial y en apariencia.
Se levantó silenciosamente y agarrándose a donde pudo. Caminó en el pasillo hacia la cocina, y empezó a hacer la comida. Una sopa de pollo, que más que caldo tenía lágrimas de desamor e impotencia.
Y, mientras ella trabaja, el amor de su vida estará en un bar tomándose la “cerveza del descanso”, y seguramente, llegaría a casa desaliñado, bebido y con restos de pintalabios en el cuellos, y quizás mas de un pelo rubio en su chaqueta. Pero ella, no podía decirle nada, por el miedo a las represalias, a los golpes, a las cuchilladas…todo siempre igual.
Siempre igual…hasta que algo cambia. No se sabe porqué, se armó de valor un día, y se atrevió a salir de casa. Fue directa al centro de salud, y allí, dolorida y somnolienta, ya que solo pudo dormir un par de horas pensando, llegó al médico de cabecera, que, al verla así, le preguntó que pasaba.
Le contó todo, desde el principio, como un cabreo de borrachera terminó en un maltrato físico y psicológico continuo, en el que el único escape eran los sueños, de los que ni disfrutaba últimamente.
Y el médico le pidió que le mostrara las secuelas…y ella rompió a llorar, por la enorme carga psicológica que llevaba lo que estaba haciendo. .-Si mi marido se entera…no quiero…- Lloraba, y el médico la tranquilizaba diciéndole que estaría bajo la protección de la ley. Se desnudó, no sin pudor, delante del médico, que quedó encogido hasta dónde había llegado el maltrato, incluso a punto de llegar a perforar algún órgano. Seguidamente, le pidió que se vistiera, y formuló la denuncia.
Volvió a su casa, con el corazón lleno de valor, y esperó. Cuando llegó su marido, dio el toque a las autoridades, como le dijeron que hiciera, y llegó la policía a detener al marido, casi volviendo a tener las “manos en la masa”. Lo detuvieron, y lo llevaron a calabozo.
Lucía se sintió como si hubiera conseguido la fuerza necesaria para quebrar la jaula, y salió de ella, volando hacia el cielo azul con sus alas de cristal.